jueves, 19 de noviembre de 2009

Bellum omnium contra omnes.

Bellum omnium contra omnes


Estos días ando algo revuelta revisando unos apuntes donde encontré lo mejor que uno puede encontrarse: palabras, ideas, conceptos, que nos dan idea del mundo, del universo, porque las palabras son la manera en cómo damos forma o construcción al mundo. Según Hobbes[1] -hoy le recuerdo especialmente- el conocimiento se funda en la experiencia, y su interés es la instrucción del hombre para la práctica, lo que ha explicado –a su ver- la búsqueda insólita del yo experimental. En esa búsqueda insólita es donde calculo que nos centramos cuando decimos que nos hemos perdido, o cuando percibimos la dualidad del yo, sobre todo cuando somos jóvenes e inexpertos que nos perdemos con facilidad, por eso, por la inexperiencia y el yo no encontrado. Al tiempo la filosofía de aquel filósofo inglés nos dice hoy como parte del nominalismo que los universales no existen, ni fuera de la mente ni en ella siquiera, pues nuestras representaciones son individuales; son simplemente nombres, son signos de las cosas, y el pensamiento es una operación simbólica, una especie de cálculo que está estrechamente ligado al lenguaje, ¡pues muy bien! La metafísica de Hobbes es naturalista. Busca la explicación causal, pero elimina las causas finales y quiere explicar los fenómenos de un modo mecánico, por medio de movimientos ¡aquí es donde veo yo el problema! Descartes también admitía el mecanismo para la res extensa, pero se contraponía al mundo inmaterial del pensamiento. Hobbes supone que los procesos psíquicos y mentales tienen un fundamento corporal y material; el alma no puede ser, según él, inmaterial, nada de espíritu con lo cual me condena al ostracismo porque yo sí creo en el espíritu. Por esto Hobbes es materialista, y niega que la voluntad sea libre. En todo el acontecer domina un determinismo natural. Hobbes parte de la igualdad entre todos los hombres y cree que todos aspiran a lo mismo; y cuando no lo logran, sobreviene la enemistad y el odio; el que no consigue lo que apetece, desconfía del otro y, para precaverse, lo ataca. De ahí la concepción pesimista del hombre que todos tenemos; es el homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre. Los hombres no tienen un interés directo por la compañía de sus semejantes, sino sólo en cuanto los puede someter. Es obvio que la filosofía ha evolucionado en ilimitados conceptos, pero desde lo más básicos manejamos iguales conceptos, ancestrales sin apenas haber llegado a ninguna parte, por que el asunto es mucho más sencillo.
Según este propósito, los tres motores de la discordia entre los humanos son: la competencia, que provoca las agresiones por la ganancia; la desconfianza, que hace que los hombres se ataquen para alcanzar la seguridad, y la vanagloria, que los enemista por rivalidades de reputación. Esta situación natural define un estado de perpetua lucha, de guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes), el hombre está dotado de un poder del cual dispone a su arbitrio; tiene ciertas pasiones y deseos que lo llevan a buscar cosas y querer arrebatárselas a los demás. Como todos conocen esta actitud, desconfían unos de otros; el estado natural en ellos es el de ataque. Pero el hombre se da cuenta de que esta situación de inseguridad es insostenible; en este estado de lucha se vive miserablemente, y el hombre se ve obligado a buscar la paz. Para conseguir seguridad, el hombre intenta sustituir el status naturae por un status civilis, mediante un convenio en que cada uno transfiere su derecho al Estado. En rigor, no se trata de un convenio con la persona o personas encargadas de regirlo, sino de cada uno con cada uno. El soberano representa, simplemente, esa fuerza constituida por el convenio; los demás hombres son sus súbditos. Ahora bien: el Estado así constituido es absoluto: su poder, lo mismo que antes el del individuo, no tiene restricción; el poder no tiene más límite que la potencia. Al despojarse los hombres de su poder, lo asume íntegramente el Estado, que manda sin limitación; es una máquina poderosa, un monstruo que devora a los individuos y ante el cual no hay ninguna otra instancia. Hobbes no encuentra nombre mejor que el de la gran bestia bíblica: Leviatán; eso es el Estado, superior a todo, como un dios mortal. El Estado de Hobbes lo dice todo; no solo la política, sino también la moral y la religión; si esta no está reconocida por él, no es más que superstición.
No me extraña que cuando uno lee estas cosas ya sean escritas hace quinientos años, pues sufra una fuerte convulsión, por lo menos, de ver que no avanzamos nada en absoluto y que está todo más que inventado y los artistas de hoy aunque nos creamos los chamanes de la sociedad, bien tontos son los que nos siguen, pues somos una pandilla de farsantes. Cualquier Estado ahora ejerce sobre el individuo una fuerza de fascismo y represión absoluto -aunque esté disfrazado-. En el fondo no hay más que censura, violencia y castigo que nos oprime sin cesar con su mano invisible, sin dejarnos respirar, es el poder que en manos de unos ejercen sobre los otros sin piedad y hay que hablar en términos de parábola como lo hacía Jesucristo exactamente igual: para que aquel que tenga oídos que oiga. Él usó en ocasiones frecuentes durante su ministerio para enseñar verdades del evangelio. Su propósito sin embargo, al contar estos breves relatos no era presentar con claridad las verdades de su evangelio para que todo el que escuchara entendiera; no, más bien su propósito era esconder su doctrina a fin de que solamente los de espíritu iluminado pudieran entenderla, mientras que aquellos cuyo entendimiento estaba obscurecido siguiesen en la obscuridad…como hoy. Con todo, el ser humano es todavía más difícil e incomprensible al estar bajo el yugo del Estado, el Estado nos hace mucho más cretinos, mucho más, verbi gratia.
Muchos de los judíos de la época de Jesús –porque fue esa y no otra aunque hubieramos sido igual de crueles con él- estaban sumamente ansiosos de que apareciese su Mesias después de tanto tiempo esperado. La mano opresora de la dominación romana se hacía más pesada cada día, era natural por tanto, que pensasen que en Jesús habían visto el cumplimiento de sus esperanzas y sueños terrenales. ¿no poseía poderes milagrosos y no había cambiado agua común por vino, levantado a los muertos y convertido unos cuantos panes en alimento suficiente para satisfacer a mas de cinco mil personas? No podría por tanto utilizar esos poderes contra Roma y liberar a los judíos del yugo extranjero? Cuando pronunció el sermón del Pan de Vida entonces se revelaron como aquellos que buscaban solo sus intereses, porque ese sermón era sumamente espiritual y ellos le sometieron a más tanteos cuando en realidad no les hubiera hecho falta si hubieran hablado el “mismo idioma” que Él, volvemos a las palabras y a sus símbolos para explicarnos el mundo, el universo. Esa actitud de querella e incredulidad de parte de los judíos estaba, no solamente en el aire, sino que viniendo de labios de judíos, rayaba en los absurdo. Probablemente ningún otro pueblo en toda la historia entendería mejor o hubiera tenido uso más amplio del lenguaje simbólico, alegórico, imaginativo y figurado que el que tenían los judíos. Además con la doctrina del Pan de Vida recién enseñada que ellos aparentasen no saber que comer la carne de Jesús quería decir aceptarlo como Hijo de Dios y obedecer sus palabras solamente podía significar que voluntariamente estaban cerrando sus ojos ante la verdad era algo obvio: el que tenga oídos que oiga.
Tan paradójico como esto es el no entendimiento y la no comprensión. Así es la sociedad en la que vivimos, todos mezclados y unos de espaldas a los otros, preocupados en satisfacer o encontrar nuestro yo muy particular, especial, único, viviendo insensibles a todo lo ajeno y externo a nosotros porque lo que nos importa es nuestro yo. Y es cuando salimos de nuestro yo que nos damos cuenta de que hay un tu, y ahí surge el conflicto, tan sencillo como pensar que no somos el centro de todo que no todo gira a nuestro alrededor, que el resto de la humanidad existe, que la amabilidad y el amor por los otros, también. Con eso podríamos cambiar muchas cosas, quizás tan solo con sonreír como lo hacemos cuando miramos al espejo y vemos nuestro yo cada vez más envejecido pero más sabio. Al menos podemos verlo.

[1] (1588-1679)

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