
Hay un cielo limpio, envidia de los tejados, azul suave, azul tranquilo; hay un sol grato de calor, hay todavía algo del silencio de la noche. Se columbran algunas torrecillas de iglesia -erizamiento y como índice de pueblos y ciudades-, la frente sin poesía de algún edificio público, y se contemplan las casas vecinas, los altos de las casas modestas que, abiertos sus balcones, se ofrecen ingenuamente a la curiosidad del vecino madrugador y por ello molesto. La mirada se recrea entonces lejos y cerca, a un lado y a otro, en una dirección y en otra, suspendido el observador entre el espacio y Madrid.
Viene el recuerdo de las azoteas de Andalucía junto al campo, con visiones de luminoso paisaje, balcones colgados en la alegría de las mañanas con incensarios, al pie de claveles y campanillas...volvamos de nuestro viaje de ilusión a este Madrid, donde la visión es mucho más dura. Alguien escribe una carta de amor y otro contempla cómo será el día. El cielo cambia como la escenografía que conviene a los sucesos humanos y también sentimos su soledad obligada a ser compartida. Las gentes viven unas al lado de otras sin apercibirse de esa realidad y es que el día va transformándose como se transforma el hombre sumergido en su sueño de la vida, esa que nos obliga a estar, como estás tú ahora leyendo estas palabras y creando tu atmósfera en el aliento robado a las aves.
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