Cuando
entró en la sala, nada de lo que allí había, podía aventurar el desmoronamiento
que Sophie enfrentaría solo dos meses después de haber salido de aquel salón.
Miró detenidamente aquel piano, los cuadros, todos de músicos, las estanterías
de color gris, las paredes de color crema perfectamente pintadas con escayolas
imitando antigüedad, las cortinas también en tonos grises y dorado, modernas,
de tela de raso muy bueno y con caída suave. El olor de la estancia era mágico,
atrayente, sensual, limpio, de una limpieza exhaustiva como todo lo que allí
había, como la alfombra, carísima, turca, en tonos rojo oscuro y negro, muy
bonita que acompañaba la mesa del profesor sobre la que descansaba un cristal a
la medida y varias sillas, de último diseño, de calidad y de confort. Allí
enseñaba piano el gran maestro Pierre Lavraille, 22 Rue de Champs Elysées. Sophie
había llevado a su hija Manon para ser audicionada, para saber si aquel maestro
querría enseñar a su pequeña virtuosa. El maestro Lavraille era un tipo
bastante raro, su tiempo lo ocupaba en enseñar o “ayudar” como él decía a
algunos pianistas, claro, lo que él no proclamaba era de qué pianistas se
trataba: a sus clases asistían solo los mejores. Pierre además de a sus clases,
elitistas, carísimas, elegidas, se dedicaba a escribir diversos libros que
hablaban del arte del enseñar el piano, y de manos, hablaban de manos. Era
invitado aquí y allá para ofrecer sus esperadísimas clases magistrales,
masters…pero aquel hombre estaba amargado, a pesar de la enorme sensibilidad
que desplegaba a cada paso, parecía estar seco del todo, sin ilusión, mucho más
viejo de lo que era, que en realidad no lo era tanto, sesenta años. A él le
gustaba hacerse aún más viejo, dando la sensación de que su mundo había tornado
a su fin, daba la sensación de que no era capaz de enamorarse más allá de su
piano y de su música, de sus autores. Estaba por encima de la humanidad y no
había nada que le pudiera conmover.
Sophie
le entregó siete cartas de recomendación de diversos músicos y pianistas
especializados con la idea de que aquel gruñón, aceptase a su pequeña Manon de
12 años, pero Sophie sabía, no obstante, que las cartas no serían nada, si no
había talento de verdad. Cuando pasó la audición y después de varias
interpelaciones duras por parte del maestro, Sophie recogió sus cosas pensando
en salir de allí lo más rápido posible, pensando en matar a aquel hombre
endiosado y detestable que parecía querer destrozar el arte de su pequeña.
Cuando todo terminó, solo afirmó: las espero a las dos mañana martes a las 7 de
la tarde. Manon, al salir de la clase daba saltos de alegría, no así Sophie
quien odiaba sin saber por qué a aquel Dios de la interpretación. Por otra
parte si alguien podía empujar la carrera de su hija, ese era Pierre Lavraille,
de modo que no quedaba otra que lleva a Manon cada semana, dos o tres veces a
la casa de aquel ogro. El amor de madre es por así decirlo, de los amores más
puros y más entregados que existen y quedan en la tierra, siendo ejemplo la
mayoría de las veces de gran sacrificio y caridad.
La
carrera de subida a la excelencia interpretativa comenzó no paulatinamente sino
a pasos de gigante con aquel sabio, que aunque deleznable, bien sabía lo que
hacía. Sophie se decía para sí: ¡pues sí que está tocado por el dedo de Dios!
Cada clase se convirtió para esta mujer en un pequeño remanso de paz, de
conocimiento, de armonía, a pesar del odio que profesó en una primera instancia
a aquel monstruo, así le llamaba ella. Cuando se quiso dar cuenta, la pobre Sophie
no dejaba de pensar en el monstruo, perdió la concentración, se dio de baja en
el trabajo por primera vez, no podía dormir, tuvo lo que se puede llamar un
retroceso vital. De repente se encontró como si tuviera la misma edad que su
hija, se sentía completamente subyugada por aquel hombre que le parecía de una
seducción extraordinaria, de una inteligencia fuera de lo normal, de un alma
exquisita, de corazón único, bondadoso y genial. Dejó de dirigir temporalmente
el Museo de Arte porque por aquellos días se vio incapaz por primera vez en su
vida de concentrarse en programar una exposición de hablar con el personal, de
ser seria…en fin, se vio incapaz de hacer bien su trabajo, aquel en el que ya
era una personalidad.
En
sus noches de vigilia tenía una idea que le obsesionaba completamente y que era
un martirio: nadie me ha amado nunca. No me he sentido querida y amada de
verdad en mi vida. Sobre todo pensaba
que nadie la había amado como probablemente la podría amar el monstruo y es sin
duda terrible descubrir el amor en alguien que lo tiene y lo queremos. Queremos
el amor de alguien que no nos pertenece, queremos que nos ame como nosotros
pensamos, queremos amor de esa persona y no de nadie más, pensamos en cómo
puede ser ese amor de esa persona, absolutamente fabulosa, fascinante, queremos
ese amor, único en la vida de alguien. Sophie lloraba y lloraba, no se le
ocurría cómo hacer, qué hacer, cómo salir de aquella situación que en un
principio le dio estímulo y energía y ahora le hacía sufrir enormemente.
Pierre
se comportaba con ella de manera aleatoria, a veces hacía ciertos comentarios,
palabras, expresiones que no venían al caso, podría parecer al igual que Sophie
que se sentía atraído, o muy atraído. Otras veces, no, simplemente se podía
pensar que él era así, que su forma natural era así, es decir que se
comportaba con todo el mundo igual y que no hacía ninguna excepción con nuestra
amiga.
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