La etapa de la madurez es sin duda el momento donde el
hombre toma conciencia del implacable paso del tiempo. En general hasta ese
momento no queremos –porque no podemos seguramente- ver en realidad la
velocidad del tiempo y como éste se escapa de nuestras manos. Durante la niñez
y aún en la juventud, el tiempo se nos antoja eterno, lento, de una elasticidad
que llega a minarnos la moral, desperdiciamos una cantidad de tiempo
impresionante, tiempo que después nos hace mucha falta. En la juventud pensar
en el tiempo es cosa de viejos, es algo de lo que nunca hay que preocuparse
pues para ello tenemos toda la vida por delante, y en ese ratio de medición
vemos la vida sin ninguna prisa, pues dentro del aburrimiento que nos
proporciona la lentitud del cronos
del tiempo nos hacemos fuertes ante él, pensando que lo dominamos y que en ese
emporio siempre es el hombre el que gana. Nada de esto es verdad. Desde la
infancia son pocos los que nos insisten en el devenir del tiempo y en su
aniquilante paso por nosotros. Es algo de lo que debemos preocuparnos ¿para
qué? Se diría. Pero lo cierto es que hay una cronología que comienza en el
momento en que nacemos, a partir de ahí nuestro reloj comienza a caminar y lo
curioso es que no sabemos cuando se va a parar. Cada ser tiene un tiempo de
parada en esta etapa de probación y de conocimiento y no sabemos cuándo es el
nuestro. De jóvenes reímos en ese sentido porque somos los poderosos y lo
dominamos completamente. Solo algunos que han experimentado alguna desgracia
personal se fijan en la rapidez de los acontecimientos pues en realidad el
tiempo se mide de manera muy concreta, pero esa medida es aquí porque de seguro
que en otro estado infinito, el tiempo tiene una dimensión diferente. Como en
los sueños, que se suceden en ocasiones
lentos, ociosos, absurdos. Otras veces en un sueño corto hemos recorrido muchas
estancias y situaciones, fatigándonos. Curioso tema sin duda. La cuestión
empeora y produce crisis cuando el hombre o mujer comienza a llegar a una edad
en la que ya no hay retorno de poder por ejemplo hacer las mismas cosas que hacíamos
cuando eramos adolescentes. Ni nuestro aspecto lo es, mal que nos pese, ni
nuestra piel, ni nuestras neuronas son las de un joven. Tampoco importa, claro,
aunque la publicidad se empeñe en hacernos pensar que sí, que lo importante es
ser joven. A partir de los treinta años las cosas
empiezan a cambiar, y en la medida en que los años continúan y nuestra vida
también, todo se vuelve más difícil de controlar. La crisis generalmente llega
cuando nuestra vida no nos satisface, el tiempo continúa a bapulearnos y además
podemos atisbar que el momento se acerca o que puede acercarse. Nos enteramos
de fallecimientos de amigos o conocidos de nuestra edad o de un poco más o
incluso menos, pensamos en el azote a la humanidad que es por ejemplo el
cáncer, pensamos en esas enfermedades raras que se presentan un buen día sin
avisar, contraemos un virus, accidentes de coche o nos contagiamos de algo que
nos es difícil de salir libremente: la vida se complica y ya no dominamos el
tiempo, no somos los reyes. A partir de ahí el hombre conoce sus primeras
crisis de identidad, de debilidad, de afirmamiento en si mismo y en el tiempo
de su vida. El hombre debe reflexionar en torno a su poder de dios, a la
soberbia, al orgullo.
Comienza a pensar en “si he enterrado a mi padre pronto
me tocará a mí porque soy el siguiente de la serie”. Hemos asistido al entierro
de algún amigo que todavía es más joven que nosotros, pero claro, ya ha pasado
los 30 y siempre pensamos lo misma estúpida premisa: eso a mi no me va a pasar.
Es decir, creemos que nosotros, que a mi, que a ti, eso no nos va a pasar, que
no nos vamos a morir tan pronto, que vamos a ser casi eternos por lo que se ve,
osea inmortales. Y no digo que no crea en la inmortalidad, pero de la persona,
del alma, del ser, del espíritu, no del cuerpo, este está destinado a morir
desde que nace, porque nacer y morir son dos cosas inseparablemente unidas y
para las que hay que estar convenientemente preparado. Entonces comienzan los
miedos terribles, esos vienen paulatinamente introduciéndose en nuestra vida,
vemos nuestro alrededor vulnerable, un accidente en la carretera al volver a
casa, una pasada por urgencias porque han llevado a tu tío, una pasada por la
consulta del médico porque es necesario que nos hagamos un chequeo o
simplemente porque tenemos dolores, cansancio, una hernia, dos, dolor de
cabeza, algún mareo, tendinitis...vemos con horror que tenemos enfermedades,
que nuestro cuerpo físico no es tan perfecto como nos han hecho creer, o al
menos no va a ser tan perfecto tanto tiempo. ¿Eso es falso?, la edad, no
obstante marcará su paso por el tiempo y sus consecuencias o efectos
secundarios que no queremos ver nos hará vulnerables, nos volvemos poco
tolerantes a ciertos alimentos, el alcohol nos cae fatal, no podemos trasnochar
como lo hacíamos antes, no nos recuperamos igual de un esfuerzo físico...osea,
la edad se manifiesta y con ella el deterioro del cuerpo. Sin embargo, podemos
observar cómo si hemos dado importancia a lo que verdaderamente lo tiene, a
medida que morimos en cuerpo, crecemos en sabiduría, en personalidad, en tener
las ideas asimiladas, en un poder de decisión que asombra, en la comprensión de
muchas cosas, en superar muchas pruebas de la vida, en paciencia, en comprender
los sucesos de nuestra propia vida que en su momento no lográbamos entender, en
amar aquello que merece la pena, en disfrutar de momentos pequeños de la vida.
¿Por qué me sucede esto ahora? Y vemos que con el tiempo aquello que sucedió y
que no entendíamos porque nos hacía daño, ahora se comprende perfectamente, le
restamos importancia, mucha importancia y vemos que aquel paso terrible era
necesario para crecer y comprender, para tomar otras decisiones, ganamos en
templanza, en equilibrio, en armonía,
abrimos otras puertas. Ahora, que comenzamos a entender nuestra vida, todo lo
que nos ha sucedido y nuestro alrededor, ahora que empezamos a entendernos a
nosotros en nuestra esencia y complejidad más profunda, pues vemos que ha
pasado el tiempo y que la hora está más cerca que antes. Su proximidad es
palpable y cualquier cosa puede sucedernos en cualquier momento para lo que
debemos estar preparados. La vida está ahí para procurarnos su acompañamiento
hasta el fin de nuestra persona en la tierra, y lo descubrimos en un instante,
un día que nos sentimos mal u otro día que nos diagnostican una enfermedad
grave. ¿teníamos previsto llevar algo de importancia a la otra vida o es mejor
seguir luchando en tener una casa, un sillón, muchos objetos y más cosas
materiales? Dará igual, estas cosas se quedarán aquí en la tierra y no nos las
vamos a llevar a ningún lugar. Es obvio. Lo que nos llevaremos a otro lugar,
casi por definición de nuestra estructura mental, es nuestra mente, la esencia
de nosotros mismos y el amor de los otros.
Pero lo que da al hombre la vejez es sobre todo humildad.
Porque el hombre, la mujer con su belleza y su potencia física llega un momento
en que siente que puede estar por encima de Dios, al no poderle ver, al saber o
intuir que somos a imagen y semejanza nos sentimos poderosos, nada nos duele,
dominamos con el ejercicio físico y el deporte las metas que nos
proponemos...somos dueños de todo. Pero no reconocemos justamente que Dios está
ahí, que está en esos dedos que tocan un violín, en esas piernas que corren y
saltan vallas o en esa cabeza que piensa ideas insólitas. La juventud no quiere
reconocer nada, es orgullosa. No lo reconocemos, no estamos agradecidos.
Creemos que todo eso es nuestro, es mio, y solo yo lo he desarrollado y un
enorme golpe de vanidad comienza a invadir a la persona. Ese hombre fuerte que
dominaba bestias y cazaba animales casi con solo mirarlos, aquel que en el
frente era capaz de eliminar un batallón con sus estrategias, esa mujer cuya
voz puede hacer llorar a miles de personas, o dar la vida a tres niños a la
vez...tanto y tanto que puede llegar a realizar el hombre...puede quedarse en
nada en cuestión de segundos. La madurez, la vejez debería de restar osadía a
la persona, sabiendo que todo lo que hacemos, que todo lo que tenemos y lo que
somos quizás no es solo fruto de nuestro esfuerzo sino de la unión de una
fuerza divina y de una fuerza humana. Nuestro aprendizaje estará en saber
admitir también el deterioro físico, admitir el dolor, el envejecimiento y
cambios de nuestro cuerpo físico y hacerlo con naturalidad al margen de lo que
la sociedad impone constantemente. Nuestro aprendizaje estará en saber
adaptarnos a esos momentos en los que no somos dioses dominadores del mundo,
momentos en los que quizás necesitaremos ayuda, deberíamos prepararnos para
obtener el mejor partido de ese final que debería de ser una espera de
tranquilidad y armonía, esa que proporciona las tareas bien hechas.
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