
Casi doscientos años antes del
ministerio de Jesucristo, Antíoco Epifanes, un rey de Seleucia que controlaba a
Palestina, intentó destruir al judaísmo compeliendo a sus súbditos a aceptar la
cultura griega. En una demostración de sumo desprecio por la fe judía. Antioco
sacrificó un cerdo (el más inmundo de los animales, de acuerdo a los judíos)
sobre un pequeño altar griego levantado para la ocasión dentro de los confines
del levantado para la ocasión dentro de los confines del templo. Luego de esto,
Antíoco prohibió toda ordenanza religiosa prescrita por la ley de Moisés y
ordenó la quema de todas las copias conocidas de la ley judía. Finalmente
ordenó que en toda Palestina se construyesen altares paganos y que los judíos
adorasen a los dioses paganos y o fuesen ejecutados. Esta supresión de la
religión judía precipitó lo que fue conocido como la rebelión de los Macabeos.
Judas Macabeo, junto con sus
cuatro hermanos, reunió a su alrededor a cierto número de judíos devotos que se
rehusaban a honrar y obedecer las demandas de Antioco. Formaron un ejército de
guerrillas y desataron una guerra incansable contra las tropas empleadas por
Antico para poner en vigencia sus normas religiosas. Finalmente los Macabeos
tomaron el control de Jerusalén. Judas entonces procedió a purificar el templo
(el cual durante tres años había sido usado para hacer ofrendas a Zeus) y
procedió a restaurar la adoración de Jehová. La Fiesta de la Dedicación, a
veces llamada La Fiesta de las Luces o Hanukkah,[1] fue
inaugurada para celebrar la recuperación y la nueva dedicación del templo
judío. La fiesta ocurre en el mes de Chislev, correspondiente a parte de
nuestros meses de noviembre y diciembre y dura ocho días. Es notoria por las
comidas bien preparadas, por los servicios especiales en la sinagoga y por la
iluminación excepcional de todos los hogares. Creo que esta es una de las
herencias del judaísmo cuando nosotros por la fechas de navidad y en otras
ocasiones más paganas iluminamos todo, calles, hogares.
La Fiesta de la Dedicación, ocurrida
unos dos meses después de la Fiesta de los Tabernáculos, dio a Cristo otra
oportunidad de proclamar abiertamente su condición de Mesías. Jesús visitó el
templo para la fiesta de la dedicación durante el último invierno de su
ministerio, en el año 32 E.C. El relato dice: “Por entonces se celebraba la
fiesta de la dedicación en Jerusalén. Era invierno, y Jesús estaba andando por
el templo, en la columnata de Salomón”. (Juan 10:22) Los judíos, altaneros en
sus desafíos, estaban ansiosos de que Él declarase claramente que era el
Cristo. Jesucristo respondió a sus instancias: Os lo he dicho y no lo creéis, (Juan
10:25). Él le dijo a los judíos que la razón por la cual ellos no aceptaban sus
palabras era que ellos no eran sus ovejas. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las
conozco, y me siguen. Juan 10:27.
Cristo entonces terminó su
declaración de su calidad de Mesías refiriéndose a su poder de dar a los
hombres la vida eterna y anunciando su relación con su Padre. Yo y el Padre uno
somos. Juan 10:30.
Como en una ocasión similar (Juan
8:59) la declaración sencilla de Cristo en cuanto a su identificación con Dios,
enojó a los judíos. Y tomaron piedras para arrojárselas, pero El respondió:
Muchas obras os he mostrado de mi padre ¿Por cual de ellas me apedreáis? Respondieron
que no lo apedreaban por las obras buenas sino porque, como dijeron…tu siendo
hombre, te haces Dios. (Juan10:33) Claramente los judíos entendieron quién
reclamaba ser Cristo.
[1] Con
la celebración de la fiesta de la dedicación (heb. januk·káh), aún se
conmemora el recobro de la independencia judía al liberarse de la dominación
sirohelénica y la nueva dedicación a Jehová del templo de Jerusalén, que había
sido profanado por Antíoco IV Epífanes.
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