(sigo desde el otro día) Por otra parte, quiero ponerles en antecedentes de
algunas pequeñas cosas a la hora de enfrentarse a mis textos; es que también
yo, como personaje y profesional de la lengua, desde luego no escribo como
Vargas Llosa, por poner un ejemplo, pero tengo mi corazoncito. (Ahora ya se me
ve más cercana). No tengo ese dominio de los tiempos verbales, que cambia
cuando le da la gana con una donosura espacial, con los que el lector se va
transportando casi en avioneta, como en La ciudad y los perros, no.
A diferencia de la del peruano, tienen que aguantar una prosa enormemente
conceptista, aspirante a gongorina, inaguantable, cargada de conceptos, con
frases a medio desarrollar en su idea equivocada de intentar confeccionar
oraciones perfectamente construidas
—pero sin lograrlo que es peor—, porque yo, Laura, me he hecho realidad
desde el punto de mi pasado y soy humana como ya se verá. Escribo desde mi
humanidad y como tal, plena de defectos por corregir, cargada de elementos por
aprender, ansiosa de recibir sus consejos y satisfecha por mi valentía,
taciturna pero sincera, al atreverme a desvelar algunas verdades que todos
conocemos, pero que en absoluto nos lanzamos a compartir o más bien a
autoafirmar.
Así pues, desde mi realidad de recién llegada doy al
lector —porque no tengo de momento otra cosa— una prosa soporífera, poco
suelta, sustantivada, ausente del verbo, gustosa de romper las estructuras
gramaticales y, en resumen, asquerosa, que vuelve loco a cualquier lector. Y he
de advertir, como cosa importante antes de soportar cualquier tostón recíproco
de lector-emisor, que desde luego esta novela la escribo desde dos puntos de vista,
uno que es el de la primera persona, estilo que será utilizado cuando hablo para
mí —como en las composiciones para teatro en las que el autor dice del
personaje en las acotaciones: (hablando para sí); pues igual—. Aquí el
lector creerá que aquello que lee es una redacción prácticamente biográfica,
estará relajado como ahora y pensará que todo es normal, que es justo lo que
hay que pensar, que todo es normal, que nada se rompe. ¡Muy bien!, ¡muy bien,
hija mía!, dirá, Es como un diario. De otro lado cuando hablo de los sucesos o
de las emociones que quiero ver desde fuera entonces hablaré de Ella, en
lo que será un estilo muy parecido al del escritor omnisciente, aquel que
estará fuera, está ahí sin estarlo; se describirán las acciones, los sucesos
desde la mirada del espectador, como si se encontrara ante una composición de
teatro. ¿Acaso el lector nunca ha hablado de sí mismo como de Él? Pues
debería hacerlo porque libera muchísimo la mente y aún más el espíritu, porque
nos vemos desde fuera, podemos ver el Todo también desde la butaca, como
si fuéramos nuestros propios espectadores... Este tipo de forma no le va a
gustar nada a nadie porque se van a hacer un lío, y, lo peor, van a pensar que
me lo he hecho yo. El lector (ese mal llamado «gran público») no querrá que
alguien que habla en primera persona pase en otro capítulo a hablar de sí mismo
como si de otro se tratase; no es agradable, despista y parece que el de la
pluma no sabe lo que hace. Además, criaré descontentos entre las huestes —esas
imaginarias mías—, con lo que se quedará herida una vez más mi dignidad y mi
chulería innata, y ¡santas pascuas!, ¡lo haré!, escribiré esta historia,
«trozos de vida» se llamaría más bien (para seguir molestando), a dos bandas,
en primera persona y en tercera, con el redactor de por medio.
En fin que quede esto bien aclarado para que luego no se
produzcan malentendidos, que si utiliza varios estilos, que si no está clara la
voz narradora, etc. Nada, nada, pondré un ejemplo absurdo: primero, yo, que
nunca me había sentido así, encontré divertida la escena que ante mí tenía (es
el narrador en primera persona); segundo, Laura, (Ella, pero que soy yo)
no sabía a ciencia cierta qué posibilidades iba a tener, si bien desconocía la
verdad del suceso. Ya he hablado de mí, pero desde fuera, que está muy bien y
ayuda al progreso espiritual de cada quién, así es
que no me critiquen. Lo explico, aunque sé que nadie es tonto.
Con todo, quiero que sepan que aquí estoy,
pretendiendo ser un personaje único, revelador, independiente, original,
alguien que se ha destapado frente a todos y que pretende desde su ficción
escribir su novela. ¡Eso es imposible!, dirán. Como si fuera tan fácil que un
personaje se revelara contra su creador ¿Cómo, qué yo lo he conseguido? Pues
sí, mis dedos escriben y yo misma he matado a mi creador, alcanzando de este
modo mi independencia. De tal modo es así que en lugar de ser otra cosa —una
periodista o una mujer divorciada o un tío que se busca entre la crisis de los
treinta, los cuarenta, los cincuenta y todas las crisis, que es donde viven los
tíos—, pues no, yo, Laura Méndez, de cincuenta y pico años, de padre español,
madre chilena, divorciada, con dos hijos y profesora de lengua y literatura, me
ratifico en la esencia de ser lo que soy, un personaje que vive y que ha
traspasado la frontera de la realidad, porque aquí la invención ha dado lugar a
la existencia.
Nada como inventar los hechos para que estos cobren
realismo; pues eso, resulta que yo me he inventado a mí misma dando lugar a una
existencia real. Ahora resulta que existo, que no pertenezco al mundo de lo
onírico, ni a la frontera de los sueños borgianos: yo existo y reivindico ese
derecho a existir como personaje, como un ente nuevo. Yo, Laura, quiero un
estatuto, un economato, una república, quiero muchas cosas, porque acabo de
crear un mundo nuevo que es el mundo existente, tangible de los personajes que
existimos, esos que inspiran a los escritores realistas y naturalistas; algo
inesperado y perplejo.
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