miércoles, 28 de junio de 2017

Yo, personaje



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(sigo desde el otro día) Por otra parte, quiero ponerles en antecedentes de algunas pequeñas cosas a la hora de enfrentarse a mis textos; es que también yo, como personaje y profesional de la lengua, desde luego no escribo como Vargas Llosa, por poner un ejemplo, pero tengo mi corazoncito. (Ahora ya se me ve más cercana). No tengo ese dominio de los tiempos verbales, que cambia cuando le da la gana con una donosura espacial, con los que el lector se va transportando casi en avioneta, como en La ciudad y los perros, no. A diferencia de la del peruano, tienen que aguantar una prosa enormemente conceptista, aspirante a gongorina, inaguantable, cargada de conceptos, con frases a medio desarrollar en su idea equivocada de intentar confeccionar oraciones perfectamente construidas     —pero sin lograrlo que es peor—, porque yo, Laura, me he hecho realidad desde el punto de mi pasado y soy humana como ya se verá. Escribo desde mi humanidad y como tal, plena de defectos por corregir, cargada de elementos por aprender, ansiosa de recibir sus consejos y satisfecha por mi valentía, taciturna pero sincera, al atreverme a desvelar algunas verdades que todos conocemos, pero que en absoluto nos lanzamos a compartir o más bien a autoafirmar.
Así pues, desde mi realidad de recién llegada doy al lector —porque no tengo de momento otra cosa— una prosa soporífera, poco suelta, sustantivada, ausente del verbo, gustosa de romper las estructuras gramaticales y, en resumen, asquerosa, que vuelve loco a cualquier lector. Y he de advertir, como cosa importante antes de soportar cualquier tostón recíproco de lector-emisor, que desde luego esta novela la escribo desde dos puntos de vista, uno que es el de la primera persona, estilo que será utilizado cuando hablo para mí —como en las composiciones para teatro en las que el autor dice del personaje en las acotaciones: (hablando para sí); pues igual—. Aquí el lector creerá que aquello que lee es una redacción prácticamente biográfica, estará relajado como ahora y pensará que todo es normal, que es justo lo que hay que pensar, que todo es normal, que nada se rompe. ¡Muy bien!, ¡muy bien, hija mía!, dirá, Es como un diario. De otro lado cuando hablo de los sucesos o de las emociones que quiero ver desde fuera entonces hablaré de Ella, en lo que será un estilo muy parecido al del escritor omnisciente, aquel que estará fuera, está ahí sin estarlo; se describirán las acciones, los sucesos desde la mirada del espectador, como si se encontrara ante una composición de teatro. ¿Acaso el lector nunca ha hablado de sí mismo como de Él? Pues debería hacerlo porque libera muchísimo la mente y aún más el espíritu, porque nos vemos desde fuera, podemos ver el Todo también desde la butaca, como si fuéramos nuestros propios espectadores... Este tipo de forma no le va a gustar nada a nadie porque se van a hacer un lío, y, lo peor, van a pensar que me lo he hecho yo. El lector (ese mal llamado «gran público») no querrá que alguien que habla en primera persona pase en otro capítulo a hablar de sí mismo como si de otro se tratase; no es agradable, despista y parece que el de la pluma no sabe lo que hace. Además, criaré descontentos entre las huestes —esas imaginarias mías—, con lo que se quedará herida una vez más mi dignidad y mi chulería innata, y ¡santas pascuas!, ¡lo haré!, escribiré esta historia, «trozos de vida» se llamaría más bien (para seguir molestando), a dos bandas, en primera persona y en tercera, con el redactor de por medio.
En fin que quede esto bien aclarado para que luego no se produzcan malentendidos, que si utiliza varios estilos, que si no está clara la voz narradora, etc. Nada, nada, pondré un ejemplo absurdo: primero, yo, que nunca me había sentido así, encontré divertida la escena que ante mí tenía (es el narrador en primera persona); segundo, Laura, (Ella, pero que soy yo) no sabía a ciencia cierta qué posibilidades iba a tener, si bien desconocía la verdad del suceso. Ya he hablado de mí, pero desde fuera, que está muy bien y ayuda al progreso espiritual de cada quién, así es que no me critiquen. Lo explico, aunque sé que nadie es tonto.
 Con todo, quiero que sepan que aquí estoy, pretendiendo ser un personaje único, revelador, independiente, original, alguien que se ha destapado frente a todos y que pretende desde su ficción escribir su novela. ¡Eso es imposible!, dirán. Como si fuera tan fácil que un personaje se revelara contra su creador ¿Cómo, qué yo lo he conseguido? Pues sí, mis dedos escriben y yo misma he matado a mi creador, alcanzando de este modo mi independencia. De tal modo es así que en lugar de ser otra cosa —una periodista o una mujer divorciada o un tío que se busca entre la crisis de los treinta, los cuarenta, los cincuenta y todas las crisis, que es donde viven los tíos—, pues no, yo, Laura Méndez, de cincuenta y pico años, de padre español, madre chilena, divorciada, con dos hijos y profesora de lengua y literatura, me ratifico en la esencia de ser lo que soy, un personaje que vive y que ha traspasado la frontera de la realidad, porque aquí la invención ha dado lugar a la existencia. 


Nada como inventar los hechos para que estos cobren realismo; pues eso, resulta que yo me he inventado a mí misma dando lugar a una existencia real. Ahora resulta que existo, que no pertenezco al mundo de lo onírico, ni a la frontera de los sueños borgianos: yo existo y reivindico ese derecho a existir como personaje, como un ente nuevo. Yo, Laura, quiero un estatuto, un economato, una república, quiero muchas cosas, porque acabo de crear un mundo nuevo que es el mundo existente, tangible de los personajes que existimos, esos que inspiran a los escritores realistas y naturalistas; algo inesperado y perplejo.

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